28.7.06

El Silencio que Mata

Cuando tenía quince años partí de viaje de estudios al Sur. Fue una semana extraña. En el camino de ida el Chico Rosas fue al baño, se afirmó de donde pudo y por poco se mata pues el vidrio salió volando y se hizo trizas en la carretera. Aún recuerdo que no pude mear en todo el camino y que llegué a destino con la vejiga inflada como globo. Esa noche supe además que poseía una nada despreciable capacidad para tomar lo que me pusieran por delante y comprobé con terror que no conocía ninguna canción de Silvio Rodríguez. Es más, ni siquiera sabía quién diablos era Silvio Rodríguez. Curioso, porque el 80% de mi curso era facho y yo no. Por horas debí fingir avergonzado que entonaba el Unicornio Azul y otras joyas de su repertorio. Durante los primeros tres días de ese viaje sufrí además junto a una nueva amiga que me acompañaría fielmente en el futuro: la acidez. Como no tenía idea qué cresta era, pasé tristes jornadas sin probar bocado mientras el resto gozaba de asados al palo, pailas marinas y delicias alemanas.

En Valdivia nos alojamos el hotel Villa del Río. Junto a mi amigo Conejo caímos en la mejor cabaña de todas: Diego, uno de nuestros compañeros, sufrió un ataque hepático fulminante y nos tocó compartir con él una especie de suite aislada del resto. Recuerdo vagamente que durante ese día recorrimos como zombis los fuertes españoles y que navegamos hasta Corral. En la noche comimos -bueno, yo no- y luego me acoplé a un grupo que quería jugar pool. Miré por un rato cómo hacían el ridículo ante la mirada hosca del resto de los parroquianos, bebí una cerveza y aburrido decidí regresar al hotel. Muerto de sueño llegué a la cabaña; nadie me abrió, aunque dentro se oían voces. Decidí asomarme por la ventana del otro lado y, en efecto, ahí estaba Diego conversando con otro compañero. Por más que golpeé ninguno me hizo caso. Estaba a cinco metros del río y a lo lejos se divisaban las luces de la ciudad.

Ahí comenzó lo realmente extraño. Al devolverme noté que algo había cambiado. Definitivamente era otra puerta, otro lugar. Nada de lo que me rodeaba lo había visto antes. En vez de estar frente a los estacionamientos del hotel me encontraba en medio del campo junto a una vieja casona. Aterrado comencé a suplicar que me abrieran, pero nada pasó. Volví a dar la vuelta y vi por la misma ventana a Diego manipulando objetos sin ningún sentido. Para cambiar el canal del televisor sacaba un cajón del velador y giraba la perilla; para prender la radio levantaba la manilla de una cómoda. Me miraba y se reía como enajenado. En vez del río, detrás mío vi una vieja reja de madera y luego una especie de enorme ciénaga sembrada de fumarolas. El silencio era absoluto como nunca lo he sentido en mi vida.

Antes de caer en pánico tomé la mejor opción que podía: decidí que por alguna razón estaba alucinando. Y lo disfruté. Me fumé un cigarrillo sentado junto al pantano, subí por una escalera al segundo piso de la casa y recorrí habitaciones abandonadas. Molesté a Diego lanzándole tierra y ramas por las rendijas del techo. Luego de horas de libertad maravillosa y estúpida pedí que por favor el juego se acabara. Y sin más todo desapareció. Regresé a la cabaña y un preocupado Conejo me abrió. Había estado tres horas perdido. A la mañana siguiente comprobé que el hotel y sus alrededores eran el sitio más vulgar del mundo. Nunca me volvió a ocurrir algo así.

(En 1996 le conté todo esto a unos conocidos y sólo Pato Rojas se mostró genuinamente impresionado. Alguna vez él se había desdoblado y su historia era similar. Hace unos años Patricio murió esperando un transplante de hígado.)

¿Cuál es la razón para relatar esto? Ninguna en particular. Es sólo que ya se me está olvidando y prefiero dejarlo por escrito.

12.7.06

Caso Cerrado

Mientras Italia dirimía con Francia el título del Mundial, yo figuraba arriba del auto manejando por calles vacías. Mi hija, la Cotetita -ahora rebautizada Cototita- se había pegado so estrellón contra una muralla y lucía un chichón del porte de un huevo de campo en la frente. Debí abandonar ipso facto el asado mundialero con los cabros de la pichanga para ver a mi niñita. Estaba bien, por suerte.

Creo que vi más partidos que nadie en Chile. En mi nueva condición de free-lance, logré ajustar todos los horarios para aburrirme de lo lindo con demostraciones horribles de antifútbol. Sacrifiqué horas de sueño para sufrir tristes empates cero a cero y patear la perra a medida que avanzaban los minutos. Elaboré un sinfín de teorías para explicarme por qué la fiesta que esperé durante meses resultó tan fastidiosa. Apenas recuerdo haber disfrutado de verdad unos quince minutos de los seis días que perdí irremediablemente frente a la tele.

Incluso, cuando se jugaban encuentros a las tres de la tarde, me sorprendí varias veces sintonizando el programa de la Doctora Ana María Polo: ahí sí que había emoción genuina. “¡Caso cerrado!”, golpeaba la licenciada con su martillito y yo volvía a TVN para comprobar que la asamblea de troncos seguía igual de fome. Ni siquiera fui capaz de convencer a Manguac de retomar la criticada cucharita mundialista. Tuve que cucharear solo. “Por fin se acaba esta porquería, ya me tiene chato”, llegué a confesar la semana pasada.

He descubierto que el paso de los años me ha vuelto más amargo y que ya no soy capaz de tragar mierda sin saborearla. La pichanga dominical me resulta diez veces más emocionante que cualquier partido de este bodrio de Mundial. Mucho más entretenidas estuvieron las comilonas organizadas con la excusa de Alemania 2006. Quizás maduré, lo que sería aterrador.

Cuando conducía raudo para ver a mi hija, descubrí que los penales, Zidane, los hinchas pintarrajeados, Sobalaprieta y todo lo demás me daban lo mismo. Además estoy feliz y 64 malos partidos de fútbol no me van a arruinar ese estado.