4.5.05

El Llanto del Hombre Libre

Por quince minutos mi vida se transformó en un infierno. Primero se rompió una persiana, inmediatamente explotó la ampolleta del hall, luego quebré un vaso en la oscuridad y acto seguido se me cayó un limón adentro de la taza de té derramando todo su contenido por la cocina y quemándome un dedo. Así que en un nanosegundo decidí descargar mi furia pateando algo. Miré velozmente alrededor y -descartando de inmediato superficies más duras como el refrigerador o el lavaplatos- elegí darle el puntapié al canasto de las verduras. Por supuesto mi dedo gordo le apuntó medio a medio a un fierro y quedé tirado en el suelo gimiendo de dolor. Afortunadamente no fue el pie izquierdo, pues la uña del pulgar la tengo para la miseria desde hace meses luego de un partido en que me pisaron: aún está de color tornasol... Bueno, así que ahí estaba, botado en el frío piso de la cocina con varios tomates desparramados a mi lado y lágrimas en los ojos. Cuando el dolor comenzó a amainar (y vi que la lesión no era de cuidado) me largué a reír ante mi infinita pelotudez.

Más tarde -a propósito de ese estúpido conato de llanto- recordé un post de Bada en el que cuenta cómo vio a una pareja de adolescentes marihuaneando delante de su hija de dos años. Le comenté que muy pocas cosas me hacen llorar, pero el desprecio y el abandono de los niños logran ponerme los pelos de punta. La semana pasada tuve que contener las lágrimas al leer sobre esa niñita en Aysén que todos los días cruza el mar en una balsa de plumavit para ir al colegio. Y para qué hablar de esas historias de niñitos de la Teletón que te dejan hecho bolsa (y eso que siempre critico el show de la Teletón y trato de no verlo, pero en verdad es justamente porque me da una pena negra; por eso igual doy plata).

Claro, para sollozar también está la nostalgia. Hace poco compré el DVD de Heidi y estuve horas con los ojos a punto de explotar. Me acordaba de cuando veía la serie en el campo en el televisor Antú junto a mi hermana Carolina que ahora está tan lejos. Era una vida tan bonita y recordarla me hace pedazos. O cuando vi hace poco unas imágenes de archivo del Conejito TV... Uf.

En mi vida personal lloriqueo muy poco. Tuve un pololeo muy sufrido, pero recuerdo haber llorado apenas un par veces en esos cuatro años. La última vez que lloré a mares fue hace ya un buen tiempo, cuando después de terminar le escribí una carta intentando explicar qué diablos me había pasado. Ahí se acabó todo y el llanto me sirvió mucho para ponerle un definitivo punto final al tema.

Ahora bien, mientras escribía esto me acordé de una lloradera espantosa durante una Navidad que pasé solo y borracho en un hotel de Villafranca de los Barros, Extremadura. Si este blog llega a diciembre prometo recordarla como historia de Nochebuena tipo Dickens.