Life is life
Todos los días cuando voy a la pega me cruzo con el mismo tipo que también en bicicleta va en sentido contrario. Me habían bajado ganas de saludarlo, pero en estas ocasiones me doy cuenta que sigo siendo bastante tímido. Eso hasta hoy, cuando paré a comprar cigarrillos en un quiosco y a lo lejos lo vi fumando apoyado en un basurero. Nos sonreímos y luego seguimos el camino. Evidentemente era un contrasentido que estos seudo-deportistas matinales estuvieran dedicándose al vicio a las ocho de la mañana.
Fumar es una buena porquería. Últimamente he reducido mi cuota a unos cinco cigarrillos diarios, pero no soy capaz de dejarlo a pesar de mis múltiples promesas. Si no tengo cigarros me desespero, por lo que guardo algunos de emergencia en distintos escondites. Y ni siquiera disfruto fumar, amanezco todas las mañanas con dolor de garganta y creo que sólo lo hago para aplacar los nervios. En situaciones sociales cómodas fumo como chimenea (y en incómodas, como carretonero constipado).
Mi primer cigarrillo me lo fumé en octavo básico y quedé mareado como pollo. No reincidí hasta segundo medio, donde hacía como que fumaba pero sin aspirar. Volví al vicio en la universidad con los desaparecidos Kent Largos y Lucky sin Filtro, pero volví a dejarlos tras una bronquitis. Estuve seis meses invicto, pero por desgracia pasé un verano completo sin saber si me iban a echar o no de la carrera y en medio de mi angustia volví a la carga nicotinosa. Luego comencé a pololear con una chiquilla que fumaba hasta en la ducha -y no es talla- y con ella me fui al carajo. Durante una crisis sentimental sufrí tanto que comencé a echarme encima una cajetilla diaria. Eso, hasta que se me acabó la plata pues estaba cesante hacía como seis meses.
Y ahí tuve mi experiencia con los Life. La cajetilla de diez cigarrillos costaba 150 miserables pesos, los que juntaba de un frasco donde había reunido monedas de a 10 en algún momento de mayor abundancia. Tengo la seguridad de que esas mugres no contenían ni un miligramo de tabaco; a veces dentro del cigarrillo te salían pedazos de cartón, tierra o ramas. Y después de cada piteada quedabas con carraspera. Un asco. Como estaba tan pobre, dividía los Life en tres partes y así pasaba la tarde. Al cabo de tres meses quedé con los dedos completamente amarillos y mejor no menciono cómo tenía los dientes: por suerte encontré trabajo y pude volver a los Belmont, pagué una limpieza dental y me saqué las manchas de las manos con aguarrás.
Ahora que estoy más pituquín volví a los Kent, que en realidad son como fumar aire. No, en realidad no es cierto. ¿Y si vamos dejando de fumar, ah?
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