El Silencio que Mata
En Valdivia nos alojamos el hotel Villa del Río. Junto a mi amigo Conejo caímos en la mejor cabaña de todas: Diego, uno de nuestros compañeros, sufrió un ataque hepático fulminante y nos tocó compartir con él una especie de suite aislada del resto. Recuerdo vagamente que durante ese día recorrimos como zombis los fuertes españoles y que navegamos hasta Corral. En la noche comimos -bueno, yo no- y luego me acoplé a un grupo que quería jugar pool. Miré por un rato cómo hacían el ridículo ante la mirada hosca del resto de los parroquianos, bebí una cerveza y aburrido decidí regresar al hotel. Muerto de sueño llegué a la cabaña; nadie me abrió, aunque dentro se oían voces. Decidí asomarme por la ventana del otro lado y, en efecto, ahí estaba Diego conversando con otro compañero. Por más que golpeé ninguno me hizo caso. Estaba a cinco metros del río y a lo lejos se divisaban las luces de la ciudad.
Ahí comenzó lo realmente extraño. Al devolverme noté que algo había cambiado. Definitivamente era otra puerta, otro lugar. Nada de lo que me rodeaba lo había visto antes. En vez de estar frente a los estacionamientos del hotel me encontraba en medio del campo junto a una vieja casona. Aterrado comencé a suplicar que me abrieran, pero nada pasó. Volví a dar la vuelta y vi por la misma ventana a Diego manipulando objetos sin ningún sentido. Para cambiar el canal del televisor sacaba un cajón del velador y giraba la perilla; para prender la radio levantaba la manilla de una cómoda. Me miraba y se reía como enajenado. En vez del río, detrás mío vi una vieja reja de madera y luego una especie de enorme ciénaga sembrada de fumarolas. El silencio era absoluto como nunca lo he sentido en mi vida.
Antes de caer en pánico tomé la mejor opción que podía: decidí que por alguna razón estaba alucinando. Y lo disfruté. Me fumé un cigarrillo sentado junto al pantano, subí por una escalera al segundo piso de la casa y recorrí habitaciones abandonadas. Molesté a Diego lanzándole tierra y ramas por las rendijas del techo. Luego de horas de libertad maravillosa y estúpida pedí que por favor el juego se acabara. Y sin más todo desapareció. Regresé a la cabaña y un preocupado Conejo me abrió. Había estado tres horas perdido. A la mañana siguiente comprobé que el hotel y sus alrededores eran el sitio más vulgar del mundo. Nunca me volvió a ocurrir algo así.
(En 1996 le conté todo esto a unos conocidos y sólo Pato Rojas se mostró genuinamente impresionado. Alguna vez él se había desdoblado y su historia era similar. Hace unos años Patricio murió esperando un transplante de hígado.)