30.6.05

El Payaso Triste

En mi trabajo no se invierte en aguinaldos. No señor. No se gasta en cajas navideñas ni asados. Dinero, para ser francos, hay poco. El presupuesto de calefacción se reduce a $300 de cinta adhesiva con la que sellamos la ventana para no resfriarnos con las corrientes invernales. Pero no nos quejemos: sí alcanzó para comprar un juego de artículos de ornato fabricado en fino chintz naranja con encaje: cubre-tapa de inodoro, cubre-tapa del estanque, cortina de baño en el tono (como si alguien se duchara ahí) y esa especie de sombrero de copa con el que se cubre el papel higiénico de repuesto y que abunda en casas de abuelas.

Seamos objetivos: la mera idea de envolver la tapa del wáter con un trapo suena ridícula, sucia y fea. Sobre todo fea. ¿Qué impulsa a un ciudadano a decidir la inversión de los escuálidos fondos de una empresa en adefesios? Esta mañana, mientras pateaba la tapa en cuestión -pues no me gusta rozar un sitio en donde probablemente han caído orines de terceros y luego tocar mis partes púdicas-, pensaba en la triste suerte del adminículo. Probablemente en un mes ya estará inmundo y roto. Por feo le pasa.

Sí, feo. Feo como esos horrorosos querubines rubios de cerámica que reparten en los bautizos. Feo como los paisajes lunares pintados con aerógrafo. Y feo como este payaso de rostro sicópata que llevamos dos años tratando de vender sin éxito. Cuando Caramelo lo trajo -además de diseñadora ejerce una vida paralela como product manager- le advertí que nadie en el mundo compraría semejante insulto.Te apuesto a que se venden”, me desafió. Eso fue hace dos años y ni siquiera rematándolos al costo algún incauto ha caído. Hay gente con mal gusto -lo sabemos- pero esto ya es mucho. Al regalar el payasito no sólo cometerías un acto de infinito desprecio sino que además ensartarás al festejado per secula.

Luego de tres años de casado he comprobado que el paso del tiempo irremediablemente produce que tu casa se replete de adornos horripilantes regalados sin cariño en momentos de apuro. Por suerte la oportuna aparición de Casa&Ideas le ha quitado mercado a estos espantos de feria persa, pero nunca falta el desubicado que llega con dos figurillas rococó de greda pintadas a mano… como las que tengo escondidas en medio de los vinos. Como acto de justicia, propongo deshacernos de una vez y sin dolor de todas estas mugres metiéndolas en una caja y tirándolas sin remordimiento a la basura.

29.6.05

Déjame Presentarte a la Familia

Negro Pardo me advirtió que este blog está cada día más fome. Le falta algo, es verdad: más aventuras desopilantes y menos recopilación de anécdotas caducas. Más filete y menos queso.

Como hoy no se me ocurre nada de nada, simplemente apunto que -como pocas- la familia de Distémper ha entrado saltarina y de la mano a la revolución subterránea del blog. Junto a mis queridísimos hermanos podrán encontrar historias de esfuerzo personal, lucha ante la adversidad, glotonería, torpeza y ridículo en general.

Les ofrezco:

  • Las aventuras de una joven mamá chilena extraviada en Cataluña
  • Reflexiones sin sentido de un proto-ingeniero sin vocación
  • La mala pata general de una adolescente con cabeza de betarraga y pollo a la vez

Si no se conmueven con todo esto es porque tienen amputado el corazón.

27.6.05

Intercambio Cultural entre Países Hermanos

El viernes iba llegando al semáforo de Namur con la Alameda cuando de repente diviso a mi ex compañero Pato Trébol. Lo hice pasar al asiento del copiloto, en donde en 28 segundos nos pusimos al tanto de la vida, intercambiamos tarjetas de visita y nos despedimos con un fuerte apretón de manos cuando la luz cambió a verde. Mientras bajaba me alcanzó a recordar entre carcajadas que la última vez que nos habíamos visto fue en Sernatur, cuando le relaté una historia que merece ser recordada:

La Paila Marina más Grande del Mundo

En el Salón de Honor de la Gobernación Provincial de San Antonio se dan cita -bajo el auspicio de un diputado y caudillo local- diversas autoridades del mundo civil y militar. Entre la veintena de concurrentes se cuenta al gobernador provincial, la alcaldesa, el capitán de puerto, funcionarios del SAG y Aduanas, un dirigente de la asociación regional de camioneros, el presidente de la Cámara de la Cultura sanantonina, representantes de juntas de vecinos… y Distempercito (en su primera y única comisión de servicio, a la que fue enviado en un bus interprovincial). El parlamentario tarda ante la impaciencia de los presentes, quienes han sido convocados con la promesa de conocer un proyecto que revolucionará al litoral. Las especulaciones abundan, pero nadie está preparado para la primicia que sólo conoce la alcaldesa, quien -coqueta- se niega a entregar pistas.

Al llegar luego de una hora de atraso, el bonachón diputado agradece uno a uno su presencia y tras ser conminado por el impaciente capitán revela el notición: gracias a su gestión personal ha logrado suscribir un acuerdo de cooperación con un pueblo del interior argentino. El primer efecto visible del trato es que el municipio hermano ha accedido a prestarle a San Antonio una palangana enlozada de diez metros de diámetro en donde hace poco se ha cocinado una enorme cazuela. ¿Cómo desaprovechar esta oportunidad? San Antonio usará el descomunal tiesto para organizar La Paila Marina más Grande del Mundo, destinada a convertirse en el carnaval que tanta falta le hacía a la deprimida costa central.

Mi vecino de asiento me susurra: “este huevón está loco, ¿para esto me hizo venir desde Valparaíso?”. Los concurrentes se miran incrédulos, salvo la alcaldesa que parece paloma hinchada de orgullo. Se me solicita una opinión, pero sólo soy capaz de murmurar que difícilmente se nos autorice a entregar fondos fiscales para el proyecto, “no por mala onda, claro”: le prometo una carta de apoyo del director nacional. El funcionario del Servicio Agrícola y Ganadero hace ver su preocupación por las condiciones sanitarias de la marmita gigante y el riesgo extremo al que se podría someter a los miles de comensales hirviendo toneladas de mariscos al aire libre. Por su lado, el dirigente cultural propone realizar una feria del libro en un galpón abandonado y no gastar plata en récords de Guinness que a cierta gente en Santiago le parecen ridículos. En eso levanta un dedo el camionero, quien pregunta sensatamente: “discúlpeme, señor diputado, ¿pero cómo vamos a traer la paila hasta acá? Es imposible que quepa por el túnel”.

A continuación se sirve una contundente once y el diputado (ya algo repuesto del golpe bajo) anuncia una pronta nueva reunión, esta vez con la concurrencia de un representante de la Fuerza Aérea, institución que -¿por qué no?- podría facilitar un avión Hércules para el traslado del recipiente.

Resta narrar que de alguna manera La Paila Marina más Grande del Mundo se llevó a efecto dos veranos después. E incluso la palangana luego viajó a Mendoza para protagonizar otra festividad sopera. A cambio, autoridades trasandinas supervisaron la realización en San Antonio del Asado de Tira más Grande del Mundo.

23.6.05

Posta Restante

Imprevistamente el mal aspectado proyecto sobre El Balón de Gas llegó a buen puerto. Incluso el cargante Sr. Pajarete se reveló como un ser humano cuando al entrevistarlo en su oficina se agenció una estufa de cachirulo, quedó en calcetines y se calentó las patas ante mi estupefacción. "Hace frío, ¿eh?, tengo el dedo chico medio congelado", me explicó, revelando una faceta extraña y -por qué no decirlo- cómica. Es curioso cómo un día equis crees odiar a medio mundo y a la semana siguiente todos parecen ser tus hermanos espirituales o algo así. Bueno, nunca tanto, no exageremos. Pues bien, aparentemente habrá un segundo número del dichoso folletín y quizás un tercero y así sólo el mundo será mi límite (soñar no cuesta nada), lo que me tiene dichoso y cantarín. Todo sería perfecto si ayer no me hubiera quemado el hocico con un tomate hirviente que camuflé dentro de un pan con queso: el maldito se me pegó al paladar, del cual se despegó un tejido carnoso que ahora cuelga dentro de mi boca cual péndulo.

En fin, debo admitir que redactar la sarta de perogrulladas del tríptico en cuestión me tomó cerca de 47 minutos y que esto de escribir un blog me ha soltado la mano de manera pavorosa y tópica. Estoy hecho una bala para el lugar común y si me dices una frase (por ejemplo: "tu tío tiene cara de alcayota") de seguro en un cuarto de hora te tengo tipeado un poema
alusivo en prosa. Es verdad: la revolución subterránea de los blogs ha tocado a mi puerta y comienzo de a poco a sentir sus efectos benéficos sobre mi organismo, específicamente a nivel del píloro.

Dejándonos de pelotudeces, luego de tomar nota de la próxima pauta de El Balón de Gas comprobé que se me olvidó escribir con la mano. Al llegar a casa intenté descifrar qué diablos había anotado y no entendí mi propia letra. No exagero si afirmo que me tomó más de una década crear una estupenda y personalizada caligrafía, consistente
en esencia en trazar las letras de atrás para adelante, al revés de los cristianos (por ejemplo, si escribía una A partía desde abajo a la derecha, como ilustro en el ejemplo adjunto). El año '97 redacté en este estilo no menos de cincuenta páginas de notables cartas que cruzaron el Atlántico para ir a parar a la Posta Restante de diversos correos del Viejo Continente. Y eso sin usar jamás Liquid Paper ni Tipex. Era admirable cómo podía largarme a escribir, hilar argumentos lógicos y espurios a la vez, manipular de lo lindo, ponerle mi sello personal a cada letra y todo de un tirón sin retroceder. Ahora anoto tres tonteras en un papel y la mano me comienza a temblar como si hubiera sostenido una maleta llena de piedras durante dos horas. De ninguna manera hoy podría emprender el reto de tomar un lápiz y escribir una carta: estoy seguro de que en quince años echaremos de menos el intercambio epistolar, aunque fuese una vez al año.

A lo que quería llegar, insisto, es que de tanto internet, e-mail y blog se me está olvidando escribir.

20.6.05

Gran Circo Distémper

Durante una hora y media el afamado Payaso Distémper -rey del malentendido y la chambonada- ha ofrecido su función a la Señora Zapallo, ejecutiva de TBanc y única espectadora de una rutina que consistió en chistes malos, patinazos y ridículo en general. Como fiel colaboradora actuó la trapecista Josefina, quien brindó su repertorio basado en diversos alaridos, equilibrio inestable, babas y destrucción de documentos de uso privado. No actuaron hoy: la Mujer Manguera y el Hombre Gato-Gallo.

PROGRAMA DEL EVENTO

  • Buceo en estanque de boletas de honorarios: comprobar mis ingresos reales es como adentrarse en el laberinto del Minotauro, sólo que al final no hay un monstruo antropomorfo sino el desorden más descabellado. El día en que el Servicio de Impuestos Internos decida revisar mis boletas de honorarios seré encarcelado sin mayor preámbulo. Para arreglar el entuerto decidí recurrir a la tecnología, pero luego de imprimir eternas nueve páginas de mi declaración de impuestos descubrí junto a Sra. Zapallo que existe lo que se llama ‘impresión amistosa’ diseñada justamente para estos efectos. Oh, aplausos.
  • Malabarismo con bolígrafo, declaración de identidad y Josefina: suscribir contratos con un bebé saltarín en brazos no es asunto baladí. Mientras intentaba llenar una docena de certificados mi niñita los babeaba al unísono; luego le dio por romper los mismos y zamarrear el lápiz con el que intentaba estampar mi firma. Sonrisa sardónica del público.
  • Desaparición de documento vergonzante: tras firmar el duodécimo papel, apareció la infausta declaración del empleado bancario sobre la apariencia de la morada. El funcionario debe otear con disimulo el hogar del cliente y determinar si califica como ‘Adecuado’ o ‘en Mal Estado’ (por eso -supongo- siempre se ofrecen gustosos para atender a domicilio). Ágilmente, la Sra. Zapallo hizo desaparecer el papelito delante de nuestros ojos con el pase mágico “ah, esto lo tengo que llenar yo después”. Asombro del respetable.
  • Y ahora, los payasos: la señora en cuestión vino a casa con la secreta esperanza de capturar a un cliente para su macanudo servicio. Me llamó hace como dos meses ofreciéndome una cuenta corriente y yo, aburrido de mi banco (conocido por cobijar amablemente a tiranos seniles y otros gatos de campo), decidí aceptar su oferta. Durante este tiempo la dama me llamó unas veintisiete veces: cada vez me deshice de ella con una excusa distinta y paulatinamente menos verosímil. Eso hasta hoy, cuando harta de mi escapismo anunció que vendría a mi casa de una buena vez para concretar el trámite. Pues bien, yo no era un exitoso abogado de Terra.com como ella pensaba, obviamente me faltaba la mitad de los papeles requeridos -y el sueldo adecuado- y para rematar le arruiné ese cartoncito en donde uno deja constancia de su firma (para darme ínfulas hice la tremenda mosca, aunque decía claramente que por favor firmara dentro de un rectángulo que sobrepasé para todos lados). Mientras Josefina hacía un lulo con la declaración patrimonial yo le preguntaba como un tarado "¿realmente usted cree que yo gano eso mensualmente?, ¡gua!". Huida despavorida de la ejecutiva con promesa de pronto retorno a una nueva función.

15.6.05

El Queso y Yo

Cuando me vine a vivir solo no es que pasara hambre, pues mi limitado repertorio como chef me permitió subsistir con cierta dignidad a base de tallarines, sopas y ensaladas. Pero si algo extrañaba de la casa paterna -descontando por supuesto el calor de hogar y el cariño de los míos- era el refrigerador y su generosa provisión de queso. Uno de los pináculos de mi infancia campestre (no me canso de repetirlo) es que mi santa madre fabricaba nuestro propio queso con leche ordeñada al pie de la vaca. Flor de sabor que encantaba al paladar: hay ocasiones en que en algunos 'quesos frescos' de la Vega Central creo reconocer ese delicado after taste del queso familiar de antaño, pero presumo que el recuerdo del majestuoso gustillo ése lo he perdido para siempre. Sin embargo -para no ponernos melodramáticos- gracias al goce temprano de esa delicia me convertí en un maniático del queso y hasta hoy lo devoro sin piedad, aunque sea una sosa lámina de Gauda de 8 x 8 cm: derretidas y con salsa de tomate encima igual salvan.

Por eso notaba tanto la carencia del Amigo Queso durante ese año de apreturas en que administré mi piso de soltero con puño de hierro: estaba cesante y debo admitir que no tengo idea cómo llegaba a fin de mes. De queso, ni hablar. Moni, para nuestro primer aniversario, amorosamente me regaló una caja de zapatos llena de diversos quesitos finos (tal vez el obsequio más íntimo y conmovedor que nadie me ha dado nunca).

Esta obsesión láctea tiene antecedentes que rozan lo delictual. Por ejemplo, durante mi prolongada post-adolescencia me convertí en saqueador de frigoríficos: todas las noches engullía unos pedazotes de este porte de rico queso y al día siguiente me hacía el tonto ante las consultas de mi madre, quien se hacía la lesa a su vez aceptando la tesis del ratón que habitaba en la nevera. Famoso era mi emparedado de queso-salame que no llevaba pan, sólo dos enormes lonjas de queso envolviendo el fiambre. Años después, en Italia, un jote me hipnotizó con un exquisito Mozzarella de Nápoles mientras intentaba seducir a mi por entonces polola. Mmmmh, qué rico estaba, ñam. Y durante el mismo periplo me rebané la mitad de un dedo cuando intentaba cortar furtivamente un trozo de durísimo parmesano (que por cierto no era mío ni se come a mordiscos como lo hacía yo): todavía tengo la cicatriz en el índice izquierdo cual herida de guerra.

Por fin hace algún tiempo -luego de años de comportarme como un tacaño insufrible- decidí que ya era hora de comenzar a disfrutar de la vida. Y partí por destinar parte del presupuesto semanal al queso. Así, todas las noches antes de apagar la luz me escabullo a la cocina, corto un pedacito y me lo trago en la cama como el cerdo del alma que soy.

(A propósito de nada, por casi una década ocupé el término ‘bufanda de queso’ para referirme a ciertas bufandas feas, copiando sin pudor una expresión que usaba mi amigo Costas: recién este 2005 supe que aludía al infame esmegma. Torpe de mi parte).

13.6.05

La Prensa como Envoltorio de Pescado

Sagradamente cada dos semanas compro The Clinic. Y siento decir que lo hago por rutina, la misma rutina que empuja a medio Chile a llevar a casa El Mercurio de los domingos. Por un buen par de años disfruté del retorcido sentido del humor del pasquín, algunas buenas entrevistas y cierto aire fresco que trajo a la lastimosa prensa nacional. Acabo de leer la última edición y siento informarles que todo eso ya se acabó y probablemente fue hace rato.

Habituados a piltrafas como Qué Pasa y Ercilla, creímos que al Clinic debíamos disculparle sus reportajes de mentira, entrevistados truchos y columnistas fomes. Claro, se dejaba pasar porque junto a ellos se deslizaba cierta simpática subversión que alegraba la lectura. Y por último porque era un medio independiente que se las arreglaba para sobrevivir sin apoyo del cartel publicitario. Hace algunos años muchos nos molestamos cuando el decano -a través de la impresentable Zona de Contacto- le organizó una encerrona de cuarta categoría. Ahí nos volvimos devotos del Clinic, pese a que sabíamos que al menos un par de sus periodistas inventaban artículos enteros (particularmente cuando eran enviados a provincia).

Pero sin darnos cuenta hace ya un buen tiempo el quincenario se volvió un vertedero auspiciado por los cincuenta mil giles que lo compramos. Se puso latoso y rasca. ¿Por qué tenemos que aceptar que -por ejemplo- el Clinic intente consolidar a las bataclanas como líderes de opinión? Para la elección del Papa escribió Tatiana Merino; ahora, a propósito de la candidatura de Piñera, una toplera peruana afirma que no votaría por él. Ajá, bostezo. Las Cartas al Director son un compendio de erratas y reclamos: a sus ágiles reporteros les pasan goles de media cancha en todos los números. Pamela Jiles se da el lujo en su columna de ‘criticar’ su propio programa de TV. No pues, ya basta: para eso mejor leo LUN, que es gratis.

10.6.05

La Ley de Tránsito

Al salir de la bonita tienda que mi amiga Eli estaba inaugurando en calle Lastarria (Ají se llama) divisamos al hombre de chaqueta amarilla, que tal como las abejas homónimas iba ensartando a ciudadanos. En este caso, a aquellos que habían aparcado en las cuadras aledañas reservadas únicamente a residentes-con-esa-misteriosa-tarjeta. Caminamos esperanzados en que alguna maniobra del destino nos hubiera salvado: no. Así que me llevé de premio el tonto parte, que yo suponía correspondía a una infracción leve de menos de diez mil pesos: no de nuevo. Más de treinta lucas me saldrá la gracia, aunque hay un descuento si pago pronto. Muchas gracias, también podrían ofrecer pago en carne. Para mi municipalidad -que no es capaz de mantener basureros ni casetas de seguridad en el barrio- resulta un pingüe negocio vacunar al prójimo igualando mi estúpida falta con 'conducir vehículo en condiciones síquicas deficientes' o 'colocar combustible a vehículo de locomoción colectiva con pasajeros' (los artículos de la ley de tránsito no incluyen artículos gramaticales según se ve). Bueno, no me quejo, por pelmazo me pasó. Le hice caso a una señora de rostro desencajado que me aseguró que ahí se podía estacionar libremente a cambio de quinientos pesitos, patrón. Obviamente cuando volvimos la vieja bruja se había esfumado.

Es el quinto parte de mi vida. Como viví por largos años fuera de Santiago comencé a conducir muy jovenzuelo... Así, en la carretera los señores carabineros me calzaron duro y parejo, con lo que me transformé en un involuntario benefactor de la Municipalidad de Pudahuel. Incluso una vez me llevé un parte por tener el foco izquierdo apuntando más abajo que el derecho (debo ser el único conductor en Chile multado por eso: el paco se carcajeaba mientras me pasaba el infame papelito). La última infracción fue en una trampa cazabobos: iba a 70 kilómetros por hora por la Ruta 68 cuando de la nada apareció un letrero que fijaba la máxima en sesenta, y dos metros más allá la fuerza policial parando a medio mundo: infracción gravísima, severa reconvención del oficial y dos meses de suspensión de licencia. Cuando fui a pagar había no menos de cien personas en el mismo trámite. Flor de negocio.

La tentación sería a seguir quejándome, pero como en realidad la culpa al fin y al cabo siempre ha sido mía resultaría ridículo. Si soy torpe al volante, pago; y si me atrapan con trampitas, pago resignado por ser más tonto aún.

8.6.05

Es una niña

Ayer en la tarde la Josefina creció de golpe. Estábamos en la cama mientras yo veía Elección, pero en vez de ponerse a jugar con un celofán -su pasatiempo favorito por estos días- se acurrucó a mi lado, apoyó la cabeza en mi pecho y reposó tranquila por más de media hora mientras le acariciaba su pelito. Luego le di de comer; y al echarnos de nuevo me estiró los brazos y seguimos viendo la película abrazados. Nunca ella había hecho algo así. Esta mañana, cuando la dejé en la sala-cuna, me miró con pena, hizo unos pucheros y se largó a llorar mientras yo casi hacía lo mismo escalera abajo. Hasta ayer ella siempre se tomaba este trámite ingrato con humor. Sospecho que las cosas van a ir muy rápido de aquí en adelante.

La Josefina tiene nueve meses. Desde que alguna vez pensé en ser papá siempre quise tener una hija: las niñas son devotas de sus padres, dicen. Y viceversa, claro está. Cuando la vi asomarse murmuré asombrado “es una niña”, pues estaba seguro de que sería hombre gracias al auspicio de toda clase de adivinas amateur. Hasta hoy sigue siendo emocionante tenerla en mis brazos; nadie te entrena para ser padre, pero hay algo innato que te ayuda. Bueno, y también colabora ella, que siempre ha sido una princesa. Desde que nació duerme todas las noches de corrido, come su comida sin grandes reclamos, es alegre y muy tierna. Por tres meses debió usar correas ortopédicas debido a una displasia de caderas -mal habitual en las niñas- y se lo tomó con un temple que ni yo ni Moni tuvimos.

Era raro escribir un blog en donde lo más importante de mi vida quedara ausente. Soy marido y papá, y soy feliz como tal. A esta hora la Josefina duerme a mi lado en su corral, y en realidad lo malo y chanta de este mundo nos importa un carajo.


6.6.05

La Vuelta Olímpica

Acabo de terminar el mejor viaje que puede efectuar un asalariado con aspiraciones de independencia como yo: el viaje para dejar boletas de honorarios. Aún mejor, en todo caso, es aquel en donde se recogen los cheques, pero por algo se empieza. Así que muy abrigado -tanto que terminé casi con sofoco- hice el recorrido por barrios de Providencia que conozco demasiado bien, pese a que nunca he vivido por ahí. Y me vinieron muchos recuerdos absurdos. Es que hace algunos años trabajé en Sernatur, en donde mi principal ocupación consistía en resolver crucigramas, leer la prensa matutina y jugar Civilization II. Mi jornada comenzaba a las 8 y media de la mañana: a las 9 ya había acabado con toda mi labor del día.

Era tal mi aburrimiento que a la hora de almuerzo partía a dar vueltas por el barrio. Al comienzo iba hasta el Parque de las Esculturas y volvía. Luego hasta Tobalaba. Tras un año y medio terminé haciendo a diario un circuito demencial en el que llegaba hasta Hernando de Aguirre con Bilbao, es decir fácilmente a unas treinta cuadras de mi origen. El rutinario viaje me tomaba unas dos horas; como nadie jamás notó mi presencia en la oficina podía darme ese gusto. Por suerte ese invierno hubo sequía, tanto que recuerdo haberme perdido el paseo sólo un par de días por la lluvia.

Para mi recorrido prefería calles arboladas y tranquilas, en donde no anduviera chocando con la gente. Lo hice tantas veces que terminé saludando a ciertos personajes con los que me cruzaba siempre (los que sospecho estaban sacando la vuelta en una faena similar). En Hernando de Aguirre me dedicaba a patear bellotas: inventé un juego que consistía en patear la misma bellota por la mayor cantidad de cuadras posibles. El récord fue de cuatro y media. A la altura de Pocuro molestaba a un perro histérico con el que al final nos hicimos amigos. Y al llegar a Bilbao me sentaba por cinco minutos a fumar un cigarrillo. E iniciaba el regreso, calculando aparecerme por la oficina tipín tres y media. Saludaba alegremente al personal, me hacía un café y leía La Segunda. Como buen funcionario público, a las 5:18 PM en punto hacía fila para marcar tarjeta y partía raudo a casa a almorzar de una buena vez.

Un buen día mi jefe me dijo que a él no le importaba que yo no hiciera nada, pero que por favor cuando resolviera los puzzles cerrara la puerta para que nadie anduviera comentando que él mantenía a un vago con sueldo en el trabajo. Profesionalmente, el día que renuncié a Sernatur fui el hombre más dichoso de la Tierra.

1.6.05

Dentrar a picar

"Yo no puedo hacer este trabajo" nos dijo Aliro luego de echarle una mirada a la tubería bajo el lavaplatos. "Aquí tiene que venir un profesional", agregó. Estaba en lo cierto: a las dos horas llegó a casa un gásfiter argentino, quien descargó un motor eléctrico y más de cinco metros de una especie de resorte gigante de lata, el que luego introdujo por el desagüe principal. Conectó este artilugio al motor y así, moviéndose acompasadamente, el 'resorte' serpenteó hasta el alcantarillado, al menos veinte metros por debajo de nosotros. Entonces lo hizo vibrar: en media hora la cañería estaba libre de la mugre acumulada durante años y nuestro drama doméstico llegaba a su fin. Habíamos pasado una semana infernal con la negra grasa borboteando desde las paredes, sin exagerar. Aliro, testigo de la eficiente operación de plomería, sólo miraba satisfecho.

Por eso yo estimaba a Aliro. Porque trabajaba sin parar durante todo el día pese a su edad y múltiples achaques; siempre hizo su trabajo de manera impecable y cuando había algo que no era capaz de hacer lo decía sin más. Si tenías que cambiar un wáter, instalar la cocina o pintar toda la casa, él era el hombre. Si había que manejar una retroexcavadora (por decir una pelotudez) simplemente se negaba. Sabía cuál era su trabajo y lo hacía bien. El bueno de Aliro, quien además era notablemente chistoso, murió el año pasado. Se le extraña, y mucho.

Hago esta reflexión porque en este preciso instante tengo metido en mi casa a Don Cañería, quien trabaja con su soplete en el baño chico, donde está la lavadora. Una llave de paso a la altura del piso goteaba sin cesar generando una pequeña poza que sin duda era desagradable y poco higiénica. Así que sin muchas más alternativas recurrimos a sus buenos oficios de gásfiter. Pues bien, Don Cañería ya lleva dos días acá y lo único que ha causado son desastres. Ayer pronunció la temida sentencia "tenemos que dentrar a picar", y hoy en efecto dentró a picar. Y vaya que picó. Hace media hora simplemente destruyó el muro sobre el grifo tanteando si ahí estaba el problema: ahí estaba.

- ¡La cañería era súper vieja! - exclamó mientras el chorro incontenible de agua inundaba hasta el living de la casa.

- ¿Y no hubiera sido mejor cortar el agua antes de ponerse a picar el tubo con un cincel, maestro? - le consulté con cierto sarcasmo.

- No, si ve que yo estaba probando, ¿pero cómo iba a saber que la cañería estaba tan rota?" - me aclaró el plomero amateur mientras chapoteábamos en cuatro patas intentando enjuagar el hall de la entrada con dos toallas.

Así que ahora mi casa transpira humedad, tengo el agua cortada y cada vez que Don Cañería hace la prueba vuelve a volar en mil pedazos su pésima soldadura. Y me temo que todo esto es sólo el comienzo.


Actualización obvia: por cierto Don Cañería jamás volvió a aparecer, pese a que dejó su caja de herramientas, implementos de aseo y muda de ropa en mi casa. A las 5 y media de ayer, desesperados, llamamos a un servicio de urgencia. En dos horas habían picado la muralla, instalado cañería y llave nuevas, y dejado todo impecable. Costo total: $54 mil. Chuata. Como quien dice, lo barato cuesta caro, y lo caro pucha que cuesta muy caro.

Me da lo mismo en todo caso. Por fin me pude bañar y tirar la cadena. Antes, para hacerme un té, usé agua que había juntado en la tina. Y lavé unas uvas con el agua del guatero (al menos estaba hervida, jo). Un poquito indigno, digámoslo.

Cuando Don Cañería aparezca pienso arrojarle el cincel por la cabeza, como acto poético.