15.5.07

Contabilidad creativa

Por motivos estrictamente profesionales, hace algunas semanas estaba buscando el sitio web de un servicio de prostitutas de Washington. Buceando por la red, hallé una copia de la página de marras en Internet Archive (vertedero de toneladas de basura que se han subido al ciberespacio). Una vez concluido el trámite jugué por un rato a admirar pantallazos interesantes como la versión 1997 de Icarito y estupideces por el estilo.

En un momento de iluminación nostálgica me pregunté si aún permanecería archivado mi viejo blog. Ahí, en efecto, estaba el desgraciado, con sus anécdotas rancias, mentiras surtidas y reflexiones insípidas. Al revisarlo me vino la vergüenza. Decidí que ya era hora de confesar por qué diablos hace dos años comencé a publicar mis intimidades pese a que en ese entonces ni siquiera sabía qué era un blog. Como el contrato se canceló hace tiempo -y cierta millonaria deuda a mi favor jamás fue saldada- supongo que no hay pecado ni delito en contar una historia patético-sabrosona. Acá va.

Durante la primera mitad de esta década trabajé para un canadiense afincado en Chile cuyo disparatado negocio estaba orientado al márketing virtual. Le redacté y traduje varios sitios; siempre me pagó entre lamentos y con meses de atraso. Apremiado por mis obligaciones, asentía a cada una de sus propuestas aún sabiendo que me acarrearían malos ratos.

Llegamos entonces a enero de 2005. “El futuro de internet serán blogs y estar seguro de haber plata ahí”, me informó en su torpe español. Contra todo pronóstico, ejecutivos de márketing de una gaseosa habían comprado su demente idea: estaban dispuestos a financiar la creación de cuatro blogs de jóvenes alegremente estereotipados. “¿Para qué diablos?”, se preguntará el intrigado lector. Pues bien, estos personajes irreales difundirían mensajes subliminales sobre la importancia de rescatar el lado amable de la vida.

Aplicando el manual 'Maquiavelo para Tontos', mi jefe pretendía que un par de muchachos simpaticones estimularían a legiones de adolescentes a plegarse a la buena onda y tragar la bebida que representaba esta actitud vital. En suma, quería modelar “líderes de opinión en consumo”. Yo -treintón y acabado- había sido elegido por mis habilidades no-verbales para encarnar al universitario recién egresado que vuela del nido para vivir solo. Acepté y qué. Un par de lucas nunca está de más.

Así nació mi alter ego Distémper, quien al principio era un tipo cordial, optimista y políticamente estupendo; con el tiempo se fue pareciendo cada vez más a mí. Para escribir intentaba hacer memoria de las aventuras menos interesantes de mi cesante juventud. Mi misión era darme a conocer en la restringida blogósfera que existía en esa época. Hice mi pega. El blog estaba alojado en un sitio creado específicamente para tan malignos fines: en su declaración de principios pregonaba su aspiración de ser el lugar de reunión de los internautas libertarios de Chile. Incluso dos muchachos -Pancho y Andrés, hermanos emprendedores, amables y ficticios- invitaban a los incautos a enviarles sus datos para que les diseñaran un blog lindo y distinto al resto. La página de presentación es de antología. Mentiras, como todo lo demás.

El asunto -huelga decir- jamás llegó a buen puerto y dudo sinceramente que la empresa que nos pagó haya conocido nuestra existencia. Jamás hubo control de lo que escribíamos y nunca nadie se tomó la molestia siquiera de leer los posts. Cuatro meses después, cuando ya nos habíamos olvidado de difundir el mensaje de la “chispa de la vida”, me anunciaron vía e-mail que el proyecto se cancelaba ipso facto. El saco de plata se había agotado.

Lo malo es que mis compañeros y yo nos habíamos entusiasmado con el experimento. El juego era cada vez más entretenido así que mandamos al canadiense al demonio. Esa misma noche me instalé en Blogspot y comencé a escribir las huevadas que en realidad me interesaban. Luego me llegó el pichulazo de mi jefe y las amenazas por robo de propiedad intelectual (es decir, mis viejos posts). Fin.

En otra oportunidad contaré de cuando simulé ser un candidato presidencial.

28.7.06

El Silencio que Mata

Cuando tenía quince años partí de viaje de estudios al Sur. Fue una semana extraña. En el camino de ida el Chico Rosas fue al baño, se afirmó de donde pudo y por poco se mata pues el vidrio salió volando y se hizo trizas en la carretera. Aún recuerdo que no pude mear en todo el camino y que llegué a destino con la vejiga inflada como globo. Esa noche supe además que poseía una nada despreciable capacidad para tomar lo que me pusieran por delante y comprobé con terror que no conocía ninguna canción de Silvio Rodríguez. Es más, ni siquiera sabía quién diablos era Silvio Rodríguez. Curioso, porque el 80% de mi curso era facho y yo no. Por horas debí fingir avergonzado que entonaba el Unicornio Azul y otras joyas de su repertorio. Durante los primeros tres días de ese viaje sufrí además junto a una nueva amiga que me acompañaría fielmente en el futuro: la acidez. Como no tenía idea qué cresta era, pasé tristes jornadas sin probar bocado mientras el resto gozaba de asados al palo, pailas marinas y delicias alemanas.

En Valdivia nos alojamos el hotel Villa del Río. Junto a mi amigo Conejo caímos en la mejor cabaña de todas: Diego, uno de nuestros compañeros, sufrió un ataque hepático fulminante y nos tocó compartir con él una especie de suite aislada del resto. Recuerdo vagamente que durante ese día recorrimos como zombis los fuertes españoles y que navegamos hasta Corral. En la noche comimos -bueno, yo no- y luego me acoplé a un grupo que quería jugar pool. Miré por un rato cómo hacían el ridículo ante la mirada hosca del resto de los parroquianos, bebí una cerveza y aburrido decidí regresar al hotel. Muerto de sueño llegué a la cabaña; nadie me abrió, aunque dentro se oían voces. Decidí asomarme por la ventana del otro lado y, en efecto, ahí estaba Diego conversando con otro compañero. Por más que golpeé ninguno me hizo caso. Estaba a cinco metros del río y a lo lejos se divisaban las luces de la ciudad.

Ahí comenzó lo realmente extraño. Al devolverme noté que algo había cambiado. Definitivamente era otra puerta, otro lugar. Nada de lo que me rodeaba lo había visto antes. En vez de estar frente a los estacionamientos del hotel me encontraba en medio del campo junto a una vieja casona. Aterrado comencé a suplicar que me abrieran, pero nada pasó. Volví a dar la vuelta y vi por la misma ventana a Diego manipulando objetos sin ningún sentido. Para cambiar el canal del televisor sacaba un cajón del velador y giraba la perilla; para prender la radio levantaba la manilla de una cómoda. Me miraba y se reía como enajenado. En vez del río, detrás mío vi una vieja reja de madera y luego una especie de enorme ciénaga sembrada de fumarolas. El silencio era absoluto como nunca lo he sentido en mi vida.

Antes de caer en pánico tomé la mejor opción que podía: decidí que por alguna razón estaba alucinando. Y lo disfruté. Me fumé un cigarrillo sentado junto al pantano, subí por una escalera al segundo piso de la casa y recorrí habitaciones abandonadas. Molesté a Diego lanzándole tierra y ramas por las rendijas del techo. Luego de horas de libertad maravillosa y estúpida pedí que por favor el juego se acabara. Y sin más todo desapareció. Regresé a la cabaña y un preocupado Conejo me abrió. Había estado tres horas perdido. A la mañana siguiente comprobé que el hotel y sus alrededores eran el sitio más vulgar del mundo. Nunca me volvió a ocurrir algo así.

(En 1996 le conté todo esto a unos conocidos y sólo Pato Rojas se mostró genuinamente impresionado. Alguna vez él se había desdoblado y su historia era similar. Hace unos años Patricio murió esperando un transplante de hígado.)

¿Cuál es la razón para relatar esto? Ninguna en particular. Es sólo que ya se me está olvidando y prefiero dejarlo por escrito.

12.7.06

Caso Cerrado

Mientras Italia dirimía con Francia el título del Mundial, yo figuraba arriba del auto manejando por calles vacías. Mi hija, la Cotetita -ahora rebautizada Cototita- se había pegado so estrellón contra una muralla y lucía un chichón del porte de un huevo de campo en la frente. Debí abandonar ipso facto el asado mundialero con los cabros de la pichanga para ver a mi niñita. Estaba bien, por suerte.

Creo que vi más partidos que nadie en Chile. En mi nueva condición de free-lance, logré ajustar todos los horarios para aburrirme de lo lindo con demostraciones horribles de antifútbol. Sacrifiqué horas de sueño para sufrir tristes empates cero a cero y patear la perra a medida que avanzaban los minutos. Elaboré un sinfín de teorías para explicarme por qué la fiesta que esperé durante meses resultó tan fastidiosa. Apenas recuerdo haber disfrutado de verdad unos quince minutos de los seis días que perdí irremediablemente frente a la tele.

Incluso, cuando se jugaban encuentros a las tres de la tarde, me sorprendí varias veces sintonizando el programa de la Doctora Ana María Polo: ahí sí que había emoción genuina. “¡Caso cerrado!”, golpeaba la licenciada con su martillito y yo volvía a TVN para comprobar que la asamblea de troncos seguía igual de fome. Ni siquiera fui capaz de convencer a Manguac de retomar la criticada cucharita mundialista. Tuve que cucharear solo. “Por fin se acaba esta porquería, ya me tiene chato”, llegué a confesar la semana pasada.

He descubierto que el paso de los años me ha vuelto más amargo y que ya no soy capaz de tragar mierda sin saborearla. La pichanga dominical me resulta diez veces más emocionante que cualquier partido de este bodrio de Mundial. Mucho más entretenidas estuvieron las comilonas organizadas con la excusa de Alemania 2006. Quizás maduré, lo que sería aterrador.

Cuando conducía raudo para ver a mi hija, descubrí que los penales, Zidane, los hinchas pintarrajeados, Sobalaprieta y todo lo demás me daban lo mismo. Además estoy feliz y 64 malos partidos de fútbol no me van a arruinar ese estado.

6.6.06

La Cucharita Mundialista

El Mundial de Japón-Corea me sorprendió inmerso en una cesantía bastante más cruel de la que gozo hoy. No sólo carecía de un ingreso fijo, sino que -dado mi temperamento nórdico- había juzgado inútil la compra de una estufa. Para aplacar el frío y templar el espíritu pasaba la mitad del día acostado y la otra cubierto por una capa de cuatro poleras y dos suéters.

Ese junio del 2002 compartía este mismo caserón de Av. Portugal con mi amigo Manguac. Cada noche disfrutábamos del momento más agradable de la jornada empinándonos un corto de pisco con jugo en polvo, brebaje de dudosa cepa conocido como huichipirichi. El alcohol servía de calefacción y en más de una oportunidad nos estimuló a interpretar con entusiasmo nuestras guitarras invisibles.

Quizás ése fue el invierno más crudo del último lustro: la madrugada en la que los surcoreanos eliminaron a Italia diluviaba como pocas veces he visto en Santiago. Al preparar café a las 6 AM descubrimos providencialmente que el living se estaba anegando. Esa noche un congelado Manguac trabajó frente al computador cubierto de pies a cabeza con una frazada a modo de caperuza. Habíamos tocado fondo: mi camarada decidió renunciar a la tacañería como modus vivendi y compró una estufa.

Durante la primera ronda de ese Mundial mañanero cada uno programaba su despertador y disfrutaba del fútbol bien arropado en su respectiva habitación. Al principio guardamos educado silencio, pero pronto vencimos la timidez y a grito pelado comentábamos de una pieza a otra los tiros en el poste y offsides mal cobrados. A las ocho él partía a trabajar y yo le sacaba pica porque todavía quedaba un partido más.

Un buen día nos dejamos de huevear. Era absurdo que por miedo al qué dirán cada uno viera el mismo match en distintos televisores separados por cinco metros de distancia. Creo que fui yo el que durante un cotejo en donde los “ooooh” iban y venían le grité “¡Ya Manguac, ven para acá!”. Por un rato permaneció tiritando sobre el cubrecama, pero el frío polar invitaba a obviar prejuicios, cubrirse y compartir el lecho: así nació la incomprendida y vilipendiada “Cucharita Mundialista”. Nada mejor que la cucharita para afianzar una amistad sobre bases firmes, casi de roca diría yo. Cosas de hombres con los pantalones de pijama bien puestos.

Aunque este Mundial no se jugará de madrugada, igual instalé una frazada en el sillón para las eventuales cucharitas de fin de semana. Son varios los interesados que ya postulan para colocarse al medio. Es que igual hace frío, poh.

30.5.06

Hablando se Entiende la Gente

“Buenos días caballero; no, no vengo a comprar, de hecho ni siquiera sé qué vende usted ahora que pienso. Lo que me gustaría es hablar con el responsable de la alarma de este negocio. Sí, esa caja blanca y cuadrada que está sobre su puerta: la alarma, pues. Mire, sabe que desde hace un mes todas las mañanas despertamos a saltos porque alguien la hace sonar a todo chancho. Todos, pero todos-todos los días pasa lo mismo, de lunes a sábado, siempre diez para las siete de la mañana. ¿No sabía?

Me he dado la lata de levantarme antes de que amanece, subir la persiana y espiar lo que pasa para estar seguro de venir a hablar con usted. Un taxista abre la reja, saca el auto, cierra la reja, se va y la alarma queda sonando hasta que se aburre. Y suena fueeeerte. Me quita minutos de descanso porque tengo el sueño liviano. Claro, empezamos el día con cara de nalga, pues como puede ver mi casa está ahí, justo al frente de su local. Mi niña se asusta con el ruido y yo también. No creo que sea justo que todo un barrio se despierte de madrugada porque al tipo le da flojera desconectar y reconectar la alarma. Aunque no parezca, acá vive harta gente, me parece curioso que yo sea el primero en reclamarle.

No, no creo que el hecho de que se les haya perdido el control remoto de la alarma sea una buena explicación. Compre uno nuevo mejor será. Es como si yo tuviera un perro que mordiera a todos los que pasan por la calle. No podría justificarlo diciendo que se me perdió la correa. ¿Ve? La verdad lo que menos quiero es pelear, vengo a pedirle educadamente que le diga al taxista que nos deje dormir tranquilos. En el fondo es algo de convivencia, diría que de buena vecindad, aunque suene cursi. Si en la noche alguien realmente quisiera robar su negocio y sonara la alarma nadie le avisaría a los carabineros porque estamos hartos del escándalo. Ese es el problema con las alarmas que suenan porque sí. Gracias por escucharme. Buenos días”.

Contra todo pronóstico, hoy no hubo boche alguno diez para las siete de la mañana. Ya me estaba preparando para botar a palos la maldita caja ruidosa. A cambio, otro estúpido decidió probar la alarma de su auto en plena calle a las 6 AM. Pero algo es algo.

22.5.06

Tribunal de Penas

¿Qué hace Mario Guzmán, inspector del tránsito de la Municipalidad de Santiago, a las once y cuarto de la noche de un gélido domingo otoñal? Obvio: multa al auto estacionado frente a la puerta de tu casa. Realmente notable el celo del funcionario, creo que califica para el galardón al empleado del mes. No obstante me preocupa un poco su armonía familiar; a esa hora don Mario debería departir acurrucado con su cónyuge mientras espera el inicio del Zoom Deportivo.

Pero pucha, si dejo el cacharro ahí es justamente para escuchar desde mi lecho cuando los diversos hampones que deambulan alegremente por el barrio me estén robando los espejos y/u orinando el capot. Mi plan para estos meses fríos es amedrentar al eventual delincuente lanzándole el agua hirviente del guatero en la cabeza. En fin, nada mejor que comenzar el lunes sabiendo que otra vez adquiriste una deuda de 27 mil pesos con tu municipio.

Luego del desaguisado, en mi navegación matutina me encuentro con que más personas habían decidido amonestarme durante la noche. Sin mayor dilación, un colega bloguero decidió sumar dos más dos y le dio cuarenta y siete. Tras la fallida operación, me dedicó este poema en haiku:

Ay, qué lamentable confusión. Luego de dar corteses explicaciones -no faltaba más- logré que el irritado joven eliminara este rosario de chuchadas personalizadas de su sitio. No se puede negar que cada día estoy más tolerante a la patada al hígado. El otro día me trataron de “maricón cobarde” y yo dije que claro, que podía ser, aunque a nivel espiritual y no del ano.

Tras cartón, feliz de la vida, partí a una nueva entrevista laboral. Sí, por fin pude aplicar mi comprensión lectora recitando de memoria las respuestas adecuadas para el Test de Rorschach. Vi conejos de pascua, niños en un balancín, caballitos de mar y un banjo. Espero que después del veloz análisis la psicóloga no haya dictaminado que soy un flojo, plagiador y cara de raja. Tal vez lo sea, pero espero que la gente se tome un poco más de tiempo para determinarlo, un par de horas al menos.

De vuelta a mi casa preparé litro y medio de jugo en polvo de naranja, el cual luego procedí a derramar encima de mis pantalones, zapatos, suéter, horno eléctrico, microondas, tabla de quesos, set de mondadientes y el piso. Al menos no es temporada de hormigas.

La única alegría del día vino al ratificarse que Montenegro decidió independizarse de Serbia. Hay pocas cosas que me regocijen más que la autonomía de los pueblos y los cambios de fronteras en los mapas. Cuando se desintegró la Unión Soviética casi lloraba de emoción e incluso me conmovió la secesión del Timor Oriental. Por algo disfruto los atlas geográficos (y las alcachofas).

9.5.06

Como Dos Gotas de Agua

Tras disfrutar de la película, Plop confirmó una discutible teoría de Manguac: yo sería igualito a Peter Sellers en La Fiesta Inolvidable. Luego de intentar ofenderme me declaré halagado, pues Sellers le disputa palmo a palmo el título de mejor actor de la historia a Buster Keaton, a quien sí me parezco mucho la mayor parte del tiempo (eso cuando no abro el hocico). Además, según la jovial señorita, en el mentado film el popular Inspector Clouseau interpreta a un tipo cuya actitud vital -despistada, torpe, calculadamente tímida- sería una copia de mi ridícula forma de enfrentar la existencia.

Esto de andarme encontrando parecido a figuras del ayer y de hoy no es nada nuevo. Una chiquilla muy optimista insistía en hallarme igualito a Rob Lowe, actor ochentero de efímera fama con quien probablemente comparto la mirada profunda y el codo derecho. La familia Costas, por su lado, aún sigue con la cantinela de que yo sería una fotocopia de Miguel Tapia en sus años mozos, lo cual no me agrede en lo absoluto pues el baterista era lejos el mejor parecido de Los Prisioneros. En realidad, hay que decirlo, no tenía mucha competencia.

También tengo clones futboleros. Uno es José Luis Sánchez, el ‘Mataor’, delantero del montón de la Unión Española y campeón de la Copa Intercontinental con Vélez sin disputar un minuto en cancha. El otro, el popular ‘Chamagol’, émulo del Chavo y el Chapulín, a quien detesto por lauchero, comilón y garrablanca. Alguien ha sugerido incluso que me semejo algo al ‘Cóndor’ Rojas por la tremenda jeta, el pelo chuzo y mis voladas felinas de palo a palo. En la universidad una corriente de pensamiento determinó que yo era el gemelo oscuro de nuestro compañero Tomás Urzúa, rubio y de ojos claros. Como él era el calco viviente de Dennis Bergkamp yo vendría siendo una especie de negativo del habilidoso delantero del Arsenal, algo que me halaga mucho.

Durante largos años intenté en vano imitar la chasquilla de Alan Wilder, tecladista de Depeche Mode, pero sólo logré verme como Miguel Barriga, vocalista de Sexual-Democracia. Últimamente he decidido que lo más fácil es parecerme a algún miembro de Devo y en eso empeño mis afanes.

A final de cuentas, si he de ser franco, al único que me parezco demasiado a es a mi papá y con eso me declaro totalmente satisfecho porque el viejo es harto buenmozo, aparte de más simpático que la chucha.