Mi gusto musical sin duda puede ser catalogado como dudoso. Vale, está bien, disfruto la basura. Fui feliz cuando logré piratear los grandes éxitos de Men Without Hats y admito con rubor que se convirtió en uno de mis discos de cabecera. Uno de los momentos más emocionantes de mi vida fue pedirle un autógrafo a Vince Clarke y Andy Bell de Erasure. Me temblaban las canillas como calcetinera. Eso creo que lo dice todo. De alguna manera me quedé pegado en 1988. Insisto a quien quiera oírlo que los ’90 fueron una porquería y que lo poco rescatable tuvo sus orígenes evidentes en la década previa. Si es por hacer buen pop, entre Oasis y Duran Duran creo que no hay donde perderse. Juzgo a Nirvana como una acertada mezcla entre Pixies y Sonic Youth. El mejor álbum de los últimos quince años es Loveless de My Bloody Valentine, una síntesis de todo lo bueno que nos dejó la banda cumbre de la historia, The Jesus and Mary Chain. Camouflage y Alphaville merecen la entrada inmediata al salón de la fama del pop & pop. Eso opino. Sé que estoy equivocado y me importa una hueva.

Pese a todo, por alguna razón mi esperpéntico gusto ha permeado a quienes me rodean. Mi hermano, nacido el ’81, escucha casi lo mismo que yo. Descubrimos por fin este 2005 a Ultravox (con 20 años de retraso) y logré convencerlo de que Ladytron parió dos discos perfectos y nadie se dio cuenta. Obvio, de alguna manera me hace sentir orgulloso influir en la gente aunque sea en temas de importancia mediana tirando para escasa.
Lo curioso es que pasé tantas jornadas reclamando contra lo fome de la música contemporánea que de repente me vine a dar cuenta de que había llegado en gloria y majestad el inevitable revival ochentero. Los grupos suenan hoy igual que hace veinte años. Interpol es Joy Division, BRMC es JAMC, The Bravery es New Order, Franz Ferdinand no sé qué es pero me suena conocido. Por fin, luego de una década, recuperé el interés por comprar discos nuevos, aunque como tengo banda ancha no pienso comprar ninguno (el día en que quiebre la Feria del Disco prometo fiesta).
Un día llegó mi hermana de 18 añitos y me copió un álbum. Dijo que sabía que me iba a gustar y la miré con escéptico desdén fraternal. Ahora -en medio de flor de crisis- no puedo parar de deprimirme a mi entero gusto escuchando a Mew. Igual que hace 13 años, cuando copié ese casete de My Bloody Valentine de la radio y no podía dejar de sufrir con él a oscuras en la pieza. No sé si se entiende, pero este rebote generacional de herencias y gustos lo hallo notable.